in Estudios internacionales (Santiago)
La hegemonía estadounidense es lo que el presidente hace de ella: política exterior y multilateralismo durante las administraciones Obama
Resumen:
Desde hace ya más de una década Estados Unidos vive una paradoja: la disparidad entre su preponderancia material y su influencia política. Esta situación conlleva un puzzle analítico: para la potencia hegemónica es más efectivo socializar el poder que intentar monopolizarlo. Sostengo que la concepción del poder ha sido un factor clave en el desempeño de Estados Unidos como país hegemónico desde el fin del Segunda Guerra Mundial. Asimismo, el recurso al multilateralismo o al unilateralismo, por parte de Washington, se explica en mayor medida por dicho entendimiento que por su hegemonía medida en términos exclusivamente materiales, y que Estados Unidos bajo el gobierno de Obama regresó a la política multilateral abandonada por su antecesor.
Introducción
En su intervención ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Presidente estadounidense afirmó que “un régimen que ha perdido la legitimidad, también perderá el poder” (United Nations, 2002). A pesar de la razonable lógica del planteamiento -tanto desde el punto de vista político como legal-, la frase no la pronunció el ex profesor de Derecho, Barack Obama, sino su antecesor, el impetuoso George W. Bush, en 2002, al argumentar a favor de la acción coercitiva del máximo organismo multilateral en contra de Irak, a cuyo régimen hacía referencia.
Unos años más tarde, luego del conocido y lamentable desarrollo de los acontecimientos liderados por Estados Unidos en ese país, Obama prometería como candidato presidencial que de ser electo iría a la ONU y diría “hemos regresado”. Las citas anteriores ilustran tres puntos: 1) la naturaleza del ejercicio del poder y, por tanto, de la hegemonía; 2) la ambivalente relación de Estados Unidos, como país hegemónico, con el multilateralismo, y 3) que una, sino es que “la” diferencia fundamental entre los gobiernos de Bush hijo y Obama en cuanto a la política exterior, sería la vocación multilateralista del segundo, en contraste con el unilateralismo del primero. Más fundamentalmente, las tres cuestiones anteriores apuntan a un acertijo teórico: para la potencia hegemómica es más efectivo socializar el poder que intentar monopolizarlo. El puzzle analítico, sin embargo, no es mera discusión bizantina: su correcta elucidación tiene efectos concretos importantes en la política internacional.
En este artículo se explora el acertijo teórico de marras a través de los tres puntos mencionados, argumentando que la concepción del ejercicio del poder ha sido un factor clave en el desempeño de Estados Unidos como país hegemónico desde el fin del Segunda Guerra Mundial, que el recurso al multilateralismo o al unilateralismo por parte de Washington se explica, en mayor medida, por dicho entendimiento que por su hegemonía medida en términos exclusivamente materiales, y que Estados Unidos bajo el gobierno de Obama, en efecto, regresó a la política multilateral.
Cabe notar que no se afirma que durante los años de Obama, Estados Unidos haya abrazado plenamente el multilateralismo -ahí está, por ejemplo, el creciente uso de drones para atacar objetivos específicos, sobre todo en Afganistán y Pakistán, política que muchos cuestionan no solo por su tinte unilateral, sino también ilegal-. En última instancia, un cambio radical en este sentido no depende del ocupante de la Casa Blanca, pues existen obstáculos estructurales tanto de índole interno (e.g., el debilitamiento del Poder Ejecutivo) como externo (e.g., la disminuida aquiesencia de los aliados estadounidenses una vez desaparecida la Unión Soviética) que dificultan su consecución (Skidmore, 2012; Rose, 2015). Estamos pues hablando de un cambio relativo, y en este sentido mi argumento es simplemente que durante los gobiernos de Barack Obama ha habido un retorno significativo al multilateralismo; la hegemonía estadounidense se ha ejercido, en buena medida, a través de dicho recurso diplomático.
Este trabajo está organizado de la siguiente manera: en la primera sección se aborda el debate sobre la naturaleza de la hegemonía y el poder en las relaciones internacionales; la segunda se centra en la discusión en torno al declive de la hegemonía estadounidense, y su relación con el multilateralismo. Finalmente, en la última sección se realiza una somera revisión de la política exterior estadounidense durante los años de Barack Obama en la presidencia, concentrándose en tres temas relevantes para la política internacional: las negociaciones sobre el cambio climático, el acuerdo sobre las capacidades nucleares iraníes y, finalmente, el pivote a Asia. En las conclusiones se destaca que la concepción y ejercicio del poder importan en la política internacional, y que la variante social de la misma ha sido más eficiente para el estado hegemónico.
Hegemonía y poder en la teoría y práctica de la política internacional
La hegemonía conlleva la práctica del poder, pues el origen mismo del término remite al mando, guía o dominio ejercido sobre otros. Para Max Weber (Weber, 1983) la dominación era un tipo de poder, uno que está imbuido de autoridad; en tanto que esta última es eminentemente social, pues describe una relación entre individuos (autoridad viene del verbo augere, que significa aumentar, y hacía referencia a la garantía que ofrecía el que estaba investido de ella, de aumentar el bienestar de su comunidad). Tanto la hegemonía como el poder en el que descansa son conceptos y, por tanto, prácticas sociales.
Sin embargo, tanto en el ámbito académico como en el de la práctica política internacional es común encontrarse con una visión materialista y social del poder. De acuerdo con este entendimiento, el poder es una cosa o atributo que poseen los actores. Ya sea en la versión paradigmática del neorealismo, de la Teoría de la Estabilidad Hegemónica o en los más recientes planteamientos de Stephen Brooks y William Wohlforth, en la política internacional el poder de los Estados emana de los recursos materiales que poseen (Wohlforth, 1999; Brooks y Wohlforth, 2002). En este tipo de planteamientos, el poder es el equivalente funcional en la política internacional del dinero en la economía, pues además de ser altamente intercambiable, su posesión se traduce en la consecución de los objetivos perseguidos. De esta manera, la distribución de capacidades determina la polaridad del sistema internacional (Waltz, 1979; Brooks y Wohlforth, 2002), o la hegemonía del mismo (Gilpin, 1981).
De manera similar, en el ámbito de la política internacional existen también ejemplos de una lectura meramente materialista del poder. Así, por ejemplo, el núcleo duro del gobierno del Presidente George W. Bush sostenía que el mero grado de concentración de recursos militares y económicos de su país, lo convertía automáticamente en el más poderoso del planeta. Así, la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 iniciaba afirmando: “Estados Unidos posee una fortaleza e influencia en el mundo que no tiene precedentes ni tiene rival” (White House, 2002).
El error del entendimiento del poder descrito radica en la concepción del poder como cosa. Es decir, se asume que entre mayores sean la capacidades materiales de un Estado (sean estas armamentos bélicos, recursos financieros, territorio o incluso población), este gozará de mayor poder en todos los ámbitos de la política internacional. Aún más, dicha concepción implica también la idea de que los diferentes recursos de poder funcionan de manera similar en las diferentes áreas temáticas de la agenda internacional, e independientemente de que se esté tratando con aliados o adversarios.
Pero el poder y su práctica es eminentemente social. El poder que no descansa en la legitimidad
-como lo sugería la cita con la que inicia este capítulo- no puede perdurar. Sin embargo, la legitimidad no es un atributo consustancial de los actores, es una cualidad conferida por otros; por tanto, un fenómeno social. De lo anterior se desprende que la influencia que un actor tiene sobre otros no depende simplemente de las capacidades materiales a su disposición -como lo sugería el pasaje citado de la Estrategia de Seguridad Nacional de George W. Bush-, sino también del grado de aceptación con que cuente por parte de los demás actores relevantes (Reus-Smit, 2004). Así pues, en tanto que el modus operandi del poder basado exclusivamente en las capacidades materiales sería la coerción o la fuerza, el de uno que se funde en la autoridad será la legitimidad y la persuasión.
Este último recurso, el de la persuasión, parecería estar íntimamente relacionado con un concepto que se ha popularizado en los últimos años, en el contexto del discutido declive de la hegemonía estadounidense: el poder suave. De acuerdo al creador del término, Joseph Nye, el poder suave se refiere a la capacidad de “hacer que otros quieran los resultados que tú quieres” (Nye, 2004). Pero el poder suave no es simplemente persuasión, “es también la habilidad de atraer” y “los recursos del poder suave son los activos que producen dicha atracción” (Nye, 2004). Los principales recursos son la cultura, los valores políticos y las políticas públicas. Ahora bien, como Nye mismo reconoce, la “atracción no siempre determina las preferencias de los otros, pero esta brecha entre el poder medido en términos de recursos y el poder estimado como los resultados de comportamiento, no es exclusivo del poder suave” (Nye, 2004).
Para los fines de esta discusión, lo interesante del concepto de poder suave es que tanto su creador como muchos de sus seguidores lo conciben como una cosa, de ahí la referencia a este como un “recurso” o “activo”. Bien visto, el poder suave es un hecho social cuya mera existencia requiere de cierto acuerdo social o “intencionalidad colectiva” (Searle, 1995). Debido al papel que la conciencia humana desmpeña en su existencia, los hechos sociales no deben confundirse con objetos materiales (Durkheim, 2005). La concepción común del poder suave es un error categorial. Y es que “el poder no reside en un recurso, sino que proviene de la relación particular en que las habilidades se ponen en práctica” (Guzzini, 2013).
Todavía más, los diferentes recursos de poder no solamente no funcionan de manera uniforme en diferentes áreas de temas ni en diferentes tipos de relaciones, como se sugirió anteriormente, sino que no son simplemente “acumulables” (Guzzini, 2013). Contra lo que sugiere Nye, el poder blando no sería susceptible, entonces, de ser “objetivamente medido” (Nye, 2004). De ahí la discrepancia entre el poderío estadounidense, medido en términos de la suma de las capacidades de poder duro (como armamento y producto interno bruto) y suave (como películas y universidades), y su influencia política real. Después de todo, como señala Christian Reus-Smit, “cuando decimos que un Estado es poderoso, estamos diciendo más que simplemente este tiene muchas armas o dinero; estamos diciendo que puede llevar a cabo sus objetivos exitosamente” (Reus-Smith, 2004). Para Reus-Smit, dicho desfase, es decir, “la existencia de una súper potencia con tan extraordinaria preponderancia material y, sin embargo, con una influencia política frustrada”, constituye la “paradoja central de nuestro tiempo”.
Cabe entonces preguntarse, ¿cómo es que el protagonista de esta paradoja es un país cuyo declive hegemónico se ha estado discutiendo en la literatura especializada desde hace cuatro décadas? Y, más fundamentalmente, ¿cuál es la relación entre la polaridad del sistema internacional y la conducción de la política exterior de una superpotencia? Revisemos pues, someramente, la cuestión de la hegemonía estadounidense.
Como es bien sabido, Estados Unidos emergió de la Segunda Guerra Mundial como potencia hegemónica. Significativamente, la manera en que Washington eligió ejercer su hegemonía fue por medio del multilateralismo (Clark, 2011; Guzzini, 2013). Como bien ha señalado John Gerard Ruggie, el multilateralismo es una institución internacional que “coordina relaciones entre tres o más Estados sobre la base de principios de conducta ‘generalizados’ -esto es, principios que especifican la conducta apropiada para una clase de acciones, independientemente de los intereses particulares de las partes o de las exigencias estratégicas que puedan existir en algún caso específico-” (Ruggie, 1992). Así pues, el multilateralismo existe tanto porque, las más de las veces, es funcional para los Estados participantes, como porque es una forma de legitimar la dominación en el ámbito internacional.
Pero el punto clave del multilateralismo no es tanto la cuestión cuantitativa -la participación de varios países- como la cualitativa: que el proceso se rija por medio de normas acordadas previamente, no mediante el recurso de la superioridad de capacidades materiales (Finnemore, 2005). En la posguerra temprana, al institucionalizar el poder, Estados Unidos lograba estabilizar el nuevo orden internacional, afianzando su hegemonía -si bien, paradójicamente, dicho afianzamiento descansaba en la difusión del poder que conllevaba el entramado institucional creado, en gran medida, por Washington-.
Si bien, desde fines de la década de 1960 empezaron a surgir reclamos sobre la hegemonía estadounidense, la andanada de cuestionamientos a la hegemonía estadounidense, tanto en el ámbito político como en el académico, surgió en la década siguiente. Luego de la exitosa reconstrucción de las economías de la Alemania Federal y de Japón, y particularmente del Nixon Shock de 1971, así como de la crisis petrolera de 1973, tanto líderes mundiales como analistas empezaron a poner en duda el liderazgo de Washington. A partir de este momento, y por más de una década, la literatura sobre el declive de la hegemonía estadounidense adquirió proporciones industriales (Calleo, 1987; Gilpin, 1981; Keohane, 1986).
Sin embargo, para fines de los años ochenta la discusión cambió radicalmente. Con la caída del Muro de Berlín y el colapso del bloque soviético, Estados Unidos parecía encontrarse en una situación análoga a la de cuatro décadas atrás: salía victorioso de una guerra (en este caso “Fría”). Pero la situación era, de alguna manera, mejor con la virtual desaparición del enemigo económico, ideológico y militar. Washington surgía ahora como el Estado hegemónico mundial -ya no solo de un bloque- con las mismas instituciones que había creado en los prolegómenos de la Guerra Fría.
¿Pero cuál fue la respuesta de Washington a la ventajosa situación en que se encontraba en el ámbito internacional? Se podría pensar que las instituciones internacionales, por medio de las cuales Estados Unidos compartía el poder con sus aliados, habían perdido su razón de ser. Al no existir más una potencia que retara su poder como lo había hecho la Unión Soviética, no existía motivo para que Washington quisiera seguir limitando su márgen de maniobra, por lo cual era conveniente girar al unilateralismo. O, por el contrario, que solo la preservación institucional garantizaría la establididad y predictibilidad deseada por Estados Unidos en esta nueva era, por lo cual este continuaría como promotor del multilateralismo.
La respuesta a esta interrogante tiene que ver, al menos en parte, con la existencia o no de una relación entre la polaridad y multilateralismo/unilateralismo. En caso de existir, la suerte de la práctica diplomática estadounidense de las últimas décadas estaba echada con la caída del muro de Berlín. Como lo afirmara Bradley Podliska, en referencia a la política exterior estadounidense de los últimos años, “la unipolaridad del orden internacional es lo que explica el unilateralismo americano” (Podliska, 2010). De manera similar, David Malone y Yuen Khong sostienen que “la condición de unipolaridad, en la que Estados Unidos posee mayores recursos de poder que cualquiera de sus aliados y adversarios”, es lo que, en gran medida, explica la preferencia de Washington por el unilateralismo (Malone y Khong, 2003). Estos son solo dos ejemplos de lo que parece ser el sentido común respecto de la relación entre unipolaridad y unilateralismo. En efecto, como Stefano Guzzini ha notado, “la hipótesis implícita de la mayoría de los observadores es que la preponderancia actual de Estados Unidos en los asuntos mundiales explica su uso creciente de políticas unilaterales” (Guzzini, 2013).
Sin embargo, como bien observa Guzzini, este razonamiento materialista y sistémico es problemático, pues en tanto que en la década de los ochenta la teoría de la estabilidad hegemónica afirmaba que el comportamiento unilateral mostrado en esos años por Washington se explicaba por el declive de su hegemonía, ahora se intenta explicar el mismo comportamiento en base a la condición opuesta: la unipolaridad estadounidense (Guzzini, 2013). Aún más, la indiscutible hegemonía estadounidense (en el bloque occidental), luego de la Segunda Guerra Mundial, no estuvo acompañada de unilateralismo, sino de multilateralismo. Así pues, como señala Guzzini, “no existe una lógica de la unipolaridad” (Guzzini, 2013). Parafraseando a Alexander Wendt, se podría decir que “la unipolaridad es lo que los Estados hacen de ella”.
Como la historia de la Guerra Fría lo había demostrado, la respuesta a esta disyuntiva no sería sencilla: la relación de Washington con las instituciones internacionales, y en particular con la ONU, había estado permeada de ambigüedad pues, por un lado, era su principal promotor pero, por otro, en ocasiones era también su detractor -independientemente del partido en el poder- (Malone y Khong, 2003). Así, durante el “interregnum” -esto es, entre el fin de la Guerra Fría y la llegada de Bush Jr. a la Casa Blanca (Cox et al., 1999)- el republicano George H. W. Bush optó por la ruta multilateral, en tanto que el demócrata William Clinton seguiría la misma política multilateralista que su antecesor (Cronin, 2001; Ikenberry, 2011). La promesa estadounidense de mantenerse comprometido (engaged) con la comunidad internacional mediante el multilateralismo no era una graciosa concesión, sino que una manera sensata y eficiente de promover sus intereses. Aún más, durante estos años Estados Unidos no siempre se ciñó a los dictados multilaterales -al menos los “canónicos” (i.e., los que contaban con el aval de la máxima organización internacional)-.
Luego del “interregnum” vino el giro hacia el unilateralismo. A las pocas semanas de la llegada al poder de George W. Bush, su gobierno retiró la firma del Protocolo de Kioto y rechazó la Corte Penal Internacional, así como el Protocolo de la Convención de Armas Biológicas. Era evidente que la comunidad internacional no recibiría con agrado dichas acciones, pues representaban una profundización del unilateralismo estadounidense -la propia Condolezza Rice, asesora de Seguridad Nacional, advirtió al mandatario que el giro al unilateralismo sería “un problema” (Chira, 2011)-.
Lo señalado, evidentemente, tiene una relación directa con las dos concepciones del poder revisadas anteriormente, así como con las dos maneras correspondientes del ejercicio de la hegemonía (Wohlforth, 1999; Reus-Smit, 2004; Brooks y Wohlforth, 2008). Más allá del interés analítico de dicha discusión, vale notar que, al menos en términos prácticos, el libreto seguido por la diplomacia estadounidense durante los años del Presidente Obama parece haberse ceñido más a la visión social del poder que a la materialista. Es decir, detrás del contraste ya referido en la introducción, que desde su candidatura presidencial Obama quiso imprimir a su propuesta de política exterior en relación con la práctica de su antecesor, es decir, una política multilateral versus una política unilateral, lo cierto es que tanto en el discurso como, hasta cierto punto, en la práctica de la diplomacia estadounidense durante sus dos administraciones, puede discernirse una concepción social del poder y, por tanto, del ejercicio de la hegemonía. De ahí la vocación multilateralista del gobierno de Obama.
La diplomacia estadounidense parece haber cambiado sustancialmente desde el año 2009, y ese cambio tuvo que ver, al final del día, con el entendimiento de poder en los más altos niveles de decisión política de Washington -no del inventario de recursos materiales acumulados por la potencia vencedora de la Guerra Fría-. La hegemonía es, pues, lo que los Estados hacen de ella.
Concepción del poder y la hegemonía bajo el gobierno de Obama
La política exterior de George W. Bush dañó profundamente el prestigio de Estados Unidos en el mundo. Particularmente, debido a la invasión de Irak, el “antiamericanismo” se había incrementado considerablemente en casi todas las latitudes a inicios del segundo lustro del nuevo milenio, de tal manera que para cuando Barack Obama decidió buscar la candidatura a la presidencia por el Partido Demócrata, en 2007, su oferta en materia de política exterior era clara: distanciarse de la del entonces ocupante de la Casa Blanca, máxime cuando el ánimo del electorado estadounidense se tornaba crecientemente hostil a lances en el exterior (Keohane y Katzenstein, 2007; Pew, 2009).
El mantra de la campaña de Obama en lo relativo a política exterior sería “restaurar la reputación de Estados Unidos en el mundo” (Drezner, 2011). Como Ben Rhodes -quien redactó los discursos de política exterior de Obama durante su primera campaña presidencial y después, ya desde el Consejo de Seguridad Nacional, durante la primera administración de su jefe- lo pusiera en una entrevista: “Obama construyó un razonamiento completo sobre política exterior basado en Irak... Su razonamiento tenía dos pilares centrales: que Irak había distraído a Estados Unidos de la batalla real, en Afganistán, y que había dañado la reputación de Estados Unidos en el mundo” (Landler, 2014).
Para 2008, estas lecciones no solo eran evidentes, sino que Obama era quien mejor las podía capitalizar. Una vez obtenida la nominación demócrata, el candidato precisaba en su plataforma presidencial:
A fin de renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, reconstruiremos las alianzas, las sociedades y las instituciones necesarias para confrontar las amenazas comunes e incrementar la seguridad común. La necesaria reforma de estas alianzas e instituciones no se obtendrá mediante el hostigamiento a otros países para que cedan a las demandas estadounidenses […] Muy frecuentemente, en los años recientes, hemos enviado la señal opuesta a nuestros socios internacionales (Democratic Party Platform, 2008).
Y señalaba explícitamente a la “restauración de nuestra reputación en el mundo” como un elemento central del proceder que observaría la política exterior de su gobierno (Democratic Party Platform, 2008).
De manera similar, en su discurso de toma de posesión como el XLIV Presidente de Estados Unidos, Obama mencionó el compromiso de su gobierno por construir “un orden internacional basado en derechos y responsabilidades”, e hizo una oferta a los adversarios de su país: “extenderemos una mano si ustedes están dispuestos a distender su puño”. Cinco meses más tarde, en un discurso en el cual reconocía los agravios que Occidente había inflingido a las personas de religión musulmana, Obama insistió de manera elíptica en su distanciamiento de la política de su antecesor al decir: “los eventos en Irak le han recordado a Estados Unidos la necesidad de utilizar la diplomacia y construir consenso internacional para resolver nuestros problemas cuando sea posible” (Obama, 2009).
En septiembre de ese mismo año, en su primera intervención ante la Asamblea General de la ONU, el Presidente estadounidense afirmaría: “tomé posesión en una época en la que muchos alrededor del mundo veían a Estados Unidos con escepticismo y desconfianza. En parte, eso se debía a percepciones erróneas y desinformación sobre mi país. Pero otra parte se debía a la oposición a políticas específicas y a la creencia de que en ciertos temas críticos, Estados Unidos había actuado unilateralmente, sin importarle los intereses de los demás, lo cual ha alimentado al antiamericanismo casi como acto reflejo” (United Nations, 2009). De ahí que, en los pocos meses que llevaba su gobierno, Estados Unidos se hubiera ya “re-involucrado con la Organización de las Naciones Unidas” (United Nations, 2009). Sintomático de este “retorno” a la ONU fue, por ejemplo, que el cargo de representante estadounidense ante el organismo internacional fuera ascendido a nivel de gabinete, o que en algunas ocasiones el mismo mandatario llegara a representar a su país en el Consejo de Seguridad Nacional (Department of State/ USAID, 2010). Este acercamiento con la ONU, en particular, y el multilateralismo, en general, fue en parte lo que le valió al Presidente estadounidense para ser galardonado, en diciembre de 2009, con el Premio Nobel de la Paz (Faus, 2014)1.
En la visión de Obama, Estados Unidos debe primero intentar el diálogo y actuar de manera multilateral, lo cual redundará en una mayor legitimidad a las acciones que luego adopte su país. Así, en su primera Estrategia de Seguridad Nacional (2010), se pronunció por un orden internacional que otorgue “mayor voz -y mayores responsabilidades- a las potencias emergentes”, a fin de que su país ejerza un liderazgo más colegiado y, por tanto, legítimo (White House, 2010). Como el mismo Presidente afirmara años después, en un importante discurso sobre política exterior, en la Academia Militar de West Point, “algunos de nuestros más caros errores no vinieron de nuestra moderación, sino de nuestra disposición de apresurarnos a aventuras militares sin considerar detenidamente las consecuencias, sin construir apoyo y legitimidad internacional para nuestro actuar” (Tumulty, 2014).
Aunque en el ámbito internacional Obama se rodeó de varios asesores que provenían del gobierno de Clinton o de figuras prominentes durante ese período -particularmente la secretaria de Estado Hillary Clinton, esposa del ex Presidente-, quienes propugnaban por regresar la diplomacia a su tradicional lugar central, es importante notar que la parte sustancial de la política exterior estadounidense, durante las dos administraciones de Barack Obama, fue fijada por el Presidente y su círculo más estrecho en la Casa Blanca. De ahí que a pesar de que ha habido dos secretarios de Estado, tres consejeros de Seguridad Nacional y cuatro secretarios de Defensa, la política exterior estadounidense ha tenido un sello distintivo durante los años de Obama en el poder (Iglesias de Ussel, 2015).
Así, durante su campaña en búsqueda de la reelección, la plataforma de su partido sostenía: “hemos restaurado el liderazgo estadounidense al cooperar con nuestros socios […], dando marcha atrás al desdén del gobierno anterior hacia la ONU” (Democratic National Platform, 2012). Y en la presentación de la Estrategia de Seguridad Nacional de 2015, el Presidente Obama afirmaba que en el ámbito internacional “somos más fuertes cuando movilizamos la acción colectiva” (White House, 2015). Todavía más, en el mismo documento se puntualiza que cuando Estados Unidos recurra a la fuerza lo hará “de tal manera que refleje nuestros valores y refuerce nuestra legitimidad” (White House, 2015). Asimismo, enfatizando el giro hacia el multilateralismo que ha dado la diplomacia estadounidense durante el actual gobierno demócrata, destaca la apuesta de Washington no solo por “la arquitectura legal de la posguerra”, sino también por los foros nuevos, tales como el G-20 (White House, 2015).
No se trata de un multilateralismo incondicional -lo cual no podía esperarse de Estados Unidos, y quizá de ningún otro Estado-. Como Obama mismo ha reiterado, cuando los intereses fundamentales de su país estén en riesgo, Estados Unidos actuará de manera unilateral si es necesario. Vale la pena, entonces, citar algunas líneas de su ya referido discurso ante los graduados de West Point:
El Ejército al que se han unido es, y siempre será, la columna vertebral de ese liderazgo [estadounidense]. Pero la acción militar estadounidense no puede ser el único -o siquiera el principal- componente de nuestro liderazgo en cada caso. Solo porque tenemos un martillo no significa que cada problema es un clavo […]. Estados Unidos utilizará la fuerza militar, unilateralmente si es necesario, cuando nuestros intereses medulares lo demanden -cuando nuestro pueblo esté amenazado, cuando nuestro sustento esté en juego, cuando la seguridad de nuestros aliados esté en peligro- […]. Por otro lado, cuando asuntos de cuidado global no planteen una amenaza directa a Estados Unidos […], entonces el umbral para la acción militar deberá ser más elevado. En tales circunstancias, no actuaremos solos. En lugar de eso, movilizaremos a aliados y socios para emprender una accción colectiva (U.S. Department of State, 2015).
El de Obama podría calificarse de “multilateralismo realista” -reminiscente del de el primer Presidente del “interregnum” (Gavrilovic, 2008; Baker, 2010; Schamis, 2014)-. Indicativo de esta perspectiva es el resumen que el mandatario mismo ha ofrecido de la tan buscada “Doctrina Obama”: “dialogaremos, pero preservaremos todas nuestras capacidades” (Friedman, 2015). La visión planteada en la citada Estrategia Nacional de Seguridad de 2015 es consistente con la Doctrina Obama planteada por el mismo Presidente. Como ha notado Janine Davidson, en el documento de marras, “el poderío económico y militar de Estados Unidos sirve como los cimientos de instituciones globales fuertes, participativas y basadas en reglas” (Davidson, 2015).
Así pues, el cambio relevante respecto del gobierno de George W. Bush es que el orden normativo internacional tenga un lugar importante en la concepción gubernamental estadounidense de lo que significa un correcto ejercicio del poder y la hegemonía. Como lo expresara el segundo secretario de Estado de Obama, John Kerry: “un liderazgo fuerte y sostenible en un orden internacional basado en reglas, no es un favor que le hacemos a otros países; es un imperativo estratégico para Estados Unidos” (U.S. Department of State, 2013). Revisemos pues someramente la manera en que este entendimiento se ha traducido en la práctica de las relaciones internacionales de Washington durante los años del Presidente Obama.
Práctica del poder y la hegemonía bajo el gobierno de Obama
El rompimiento con la política exterior de George W. Bush, así como la concepción social del poder de la administración Obama, han quedado de manifiesto en múltiples frentes: desde el fin formal de la guerra en Irak (misma a la cual, como candidato, Obama había llamado “innecesaria”; Democratic Party Platform, 2008), hasta el retiro de tropas de Afganistán, con lo cual el mandatario pudo declarar: “ya es hora de dar vuelta a la página a más de una década en la cual nuestra política exterior estaba centrada en las guerras de Afganistán e Irak” (White House, 2014).
Otro ejemplo lo constituye el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba; lo significativo de este último acontecimiento para este trabajo es que una de las razones citadas por el gobierno estadounidense para el importante giro en las relaciones con la isla fue que “mejorará la posición de nuestro país en el hemisferio y alrededor del mundo” (Kerry et al., 2014).
Sin embargo, donde el multilateralismo es más evidente es en el rompimiento con la política exterior de su predecesor, así como en la concepción social del poder de Obama.
A continuación se revisan, someramente, tres casos en los que el actual gobierno estadounidense ejerció su poderío a través de la práctica multilateral: las negociaciones sobre el cambio climático, el acuerdo nuclear con Irán y el pivote a Asia. Si bien los tres temas seleccionados confirman la hipótesis, no son casos fáciles, pues en varios de ellos el mandatario estadounidense tuvo que pagar un alto precio a nivel doméstico, a fin de abordarlos desde una perspectiva multilateral. Aún más, cabe destacar que a pesar de que el giro al unilateralismo no fue total durante los años de Obama, su gobierno no es tildado de unilateralista por la literatura especializada ni por la prensa internacional.
Cambio climático: El reto del cambio climático ha sido uno de los temas centrales, tanto de política interna como externa, de Barack Obama desde que se postuló a la presidencia. Así, en la plataforma de campaña de 2008, la política a adoptar frente a esta problemática aparecía como una de las siete estrategias que contribuirían a “renovar el liderazgo estadounidense” en la escena internacional. Pertinentemente, la plataforma mencionaba la necesidad de dialogar con China al respecto -estos dos países son los principales emisores de CO2 a la atmósfera, con una contribución aproximada del 30 y 15 por ciento, respectivamente (Associated Press, 2014)-, por lo cual planteaba que tenían un “interés compartido” en la problemática (Democratic Party Platform, 2008). De manera similar, tanto en su discurso de toma de posesión como en su primera intervención ante la Asamblea General de la ONU, el Presidente estadounidense reiteró el compromiso de su gobierno con la lucha contra el calentamiento global (Obama, 2009; United Nations, 2009). No es de sorprender que Washington haya jugado un papel protagónico en las negociaciones que llevaron a la Cumbre de Copenhague de 2009, con el mismo Presidente en la mesa de negociaciones (Pavgi, 2011). Aunque los acuerdos alcanzados en aquella ocasión dejaron mucho que desear, el mecanismo que su gobierno estableció con China ese mismo año, el “Diálogo Estratégico y Económico”, resultaría fundamental para el posterior avance en la temática (Holshek, 2015).
Fue, en buena medida, en este marco, que los gobiernos de ambos países alcanzaron un acuerdo sobre reducción de emisiones. Así, en noviembre de 2013, en la reunión del G-20 en Australia, el Presidente chino, Xi-Xinping, y su contraparte estadounidense anunciaron que sus países habían llegado a un acuerdo. Mientras que la nación asiática se comprometió a dejar de aumentar su emisión de gases de efecto invernadero en 2030, el americano lo hizo respecto de la reducción de sus emisiones entre el 26 y el 28 por ciento de los niveles de 2005 para el año 2025 (Criado, 2014). Cabe hacer notar que las medidas que han acompañado la política de reducción de emisiones del presidente Obama le han significado un alto costo político con la oposición republicana en el Congreso.
Días después del anuncio con su homólogo chino, Obama anunció una contribución de tres mil millones de dólares al Fondo para el Clima Verde (Green Climate Fund), cuya finalidad es asistir a países pobres en su lucha contra el cambio climático (desde 2010 su gobierno ya había donado 2.5 miles de millones de dólares para ese mismo fin). El monto anunciado por el mandatario estadounidense igualaba al de los 10 donantes anteriores juntos, y se esperaba que tuviera un efecto-demostración con otros países (Davenport y Landler, 2014).
Independiente del efecto que las acciones estadounidenses puedan haber tenido en otros potenciales donadores, el hecho es que la percepción mundial de Washington cambió radicalmente a partir de finales de 2013. Así, en la negociaciones preparatorias para la Cumbre de París de 2015, que se llevaron a cabo en Perú a fines de 2014, los representantes estadounidenses fueron recibidos de manera por demás cálida. Como señalara la embajadora de Francia en las negociaciones,“Estados Unidos es ahora un actor con credibilidad en el ámbito del cambio climático” (Davenport, 2014). De manera similar, Yvo de Boer, ex secretario ejecutivo del Marco de la Convención de la ONU para el Cambio Climático, señaló: “ahora Estados Unidos ha llevado a la práctica políticas que cumplen su palabra” (Davenport, 2014). Efectivamente, con la intransigente oposición de los legisladores republicanos, quienes controlan el Congreso, Obama llevó a cabo los cambios en materia ambiental de manera gradual y a través de leyes secundarias, estrategia que en buena medida permitió concluir de forma exitosa las negociaciones de París (Mufson, 2015).
Irán: Desde su campaña presidencial, Barack Obama se había referido al tema de las capacidades nucleares iraníes, sugiriendo que la manera de abordar esa problemática era a través de “diplomacia directa de alto nivel”, y que su país recorriera “la milla extra diplomática” en sus tratos con Teherán (Democratic Party Platform, 2008); de ahí su oferta -en su discurso de toma de posesión- de extender la mano a sus adversarios. No es de sorprender que el nuevo gobierno estadounidense estableciera intercambios secretos con Teherán casi desde su inicio. En octubre de 2012, Estados Unidos e Irán acordaron tener negociaciones directas (Cooper y Landler, 2012). Pero no sería sino hasta septiembre de 2013, ya en el segundo mandato de Obama, cuando al telefonear este a su contraparte Hassan Rouhani -en lo que sería el primer contacto directo entre los mandatarios de ambos países desde 1979-, de manera más conspicua, se mostraría el avance sustancial en las relaciones entre Estados Unidos e Irán (Lyons, 2015).
Así, en noviembre de ese mismo año Irán y el grupo P5+1 (integrado por Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia, es decir, los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania) llegaron a un acuerdo interino, conocido como el Plan de Acción Conjunta, mediante el cual Teherán se comprometería a limitar su programa nuclear y sus contrapartes a levantar las sanciones económicas y descongelar activos iraníes. En tanto que el objetivo del grupo era retrasar por al menos una década la capacidad iraní para adquirir armamento nuclear, el de Irán era reintegrarse como miembro de pleno derecho a la comunidad internacional (Lyons, 2015; Steinhauer, 2015; Bassets, 2015).
Tras 18 meses de negociaciones, en abril de 2015, Irán y el P5+1 alcanzaron un acuerdo provisional para negociar durante los siguientes tres meses uno definitivo sobre el programa nuclear de Teherán; así, como lo señalaba una nota de El País, “nunca, desde la revolución de 1979, Washington y Teherán habían estado tan cerca” (Bassets, 2015).
Como concluye la nota,“[…] las negociaciones con Irán sirven de ejemplo de la política exterior de Obama: diplomática, multilateral y abierta al diálogo con los enemigos. El desenlace, en los próximos tres meses, medirá el éxito o fracaso de esta política exterior y quizá de la presidencia de Obama” (Bassets, 2015). Aunque independiente del resultado de las negociaciones (Irán y las potencias occidentales llegaron a un acuerdo que impide al primero el desarrollo de una bomba nuclear en al menos una década, a cambio del levantamiento de sanciones).
Lo relevante para los fines de este capítulo es el hecho de que el gobierno de Obama hubiera optado por la vía diplomática y multilateral para abordar este importante asunto de la política mundial (Zakaria, 2014). Cabe destacar que, como en el caso de los acuerdos para reducir el calentamiento global, el frente interno -es decir, el Poder Legislativo- ha sido un importante obstáculo para los afanes diplomáticos del Presidente Obama en la materia.
Pivote a Asia: Pese a que el “pivote a Asia” no figuraba como una de las propuestas de política exterior de la administración Obama, este fue uno de los pasos más decisivos en su gobierno. Aunque no fue anunciado formalmente hasta fines de 2011, dos años antes, durante una visita a Japón, el mandatario se había llamado a sí mismo el “primer Presidente estadounidense del Pacífico” y había declarado: “como una nación de Asia Pacífico, Estados Unidos espera estar involucrado en las discusiones que den forma al futuro de esta región, así como participar plenamente en las organizaciones apropiadas cuando sean establecidas y evolucionen” (Allen, 2009).
Ese mismo año Obama acudió a la sexta edición de la Cumbre de Asia del Este -la primera vez que un mandatario estadounidense asistía a dicho foro-, del que Estados Unidos pasó a formar parte, y al año siguiente Hillary Clinton realizó la primera visita a Burma en más de 50 años (Johnson y Calmes, 2011; Foreign Policy Initiative, 2011). Como la propia jefa de la diplomacia estadounidense asentaría -en un artículo aparecido en octubre de 2011, en la revista Foreign Policy-, “el futuro de la política será decidido en Asia, no en Afganistán o en Irak, y Estados Unidos estará en el centro de la acción”. La secretaria formuló “seis líneas de acción clave: reforzamiento de las alianzas de seguridad bilaterales; profundización de nuestras relaciones de trabajo con las potencias emergentes, incluida China; participación en las instituciones regionales multilaterales; expansión del comercio y la inversión; forja de una presencia militar amplia, y avance de la democracia y derechos humanos” (Clinton, 2011). Parte central de este realineamiento de la estrategia estadounidense es el llamado Acuerdo de Asociación Transpacífica (TPP, por sus siglas en inglés). Baste notar que más allá de la importancia económica del acuerdo en ciernes (la cual, por cierto, no radica tanto en la liberalización comercial entre sus 12 miembros, sino en cuestiones de propiedad intelectual), su relevancia es de orden geopolítico, al tratarse del primer gran acuerdo internacional en más de 20 años y uno del que, significativamente, China no formaría parte -al menos inicialmente- (Rachman, 2015).
Como señaló Ash Carter, secretario de Defensa estadounidense: “en términos de nuestro rebalanceo en el sentido más amplio, la aprobación del TPP es tan importante para mí como otro portaviones (Garamone, 2015)”.
El giro en la política estadounidense no se explica sin la emergencia de China como potencia. La importancia económica actual del coloso asiático es bien conocida y no necesita fundamentación aquí. Cabe señalar que, además de ser el principal tenedor internacional de bonos estadounidenses, Beijing tiene acuerdos comerciales con 23 países y está en proceso de concretar el más ambicioso acuerdo, denominado Sociedad Económica Comprehensiva Regional, con otros 15 países -una especie de contraparte del TPP (Daley, 2015)-. El propio Presidente Obama ha puesto de manifiesto la rivalidad estratégica entre los dos países, como cuando señaló en su discurso del estado de la Unión de 2015: “China quiere escribir las reglas para la región de más rápido crecimiento del mundo. Eso pondría a nuestros trabajadores y a nuestras empresas en desventaja. ¿Por qué dejaríamos que eso sucediera? Nosotros debemos escribir esas reglas” (White House, 2015).
Conclusiones
Como las tres secciones anteriores deben haber dejado en claro, la concepción que se tenga del poder tiene efectos importantes sobre su puesta en práctica; en el caso de Estados Unidos, la concepción en turno impacta directamente en la manera en que este país ejerce su hegemonía, así como su propensión a adoptar políticas multilaterales o unilaterales. De ahí que, como reza el título de este trabajo, “la hegemonía estadounidense es lo que el presidente hace de ella”.
Todavía más, el análisis precedente sugiere que la concepción y ejercicio social del poder es más eficiente para el hegemón que sus análogos materialistas. Haciendo abstracción de las variables que están fuera de su control (e.g., la creciente importancia de China o los procesos de globalización), parece claro que Estados Unidos ha logrado sus objetivos de mejor manera durante los años de Obama que durante los de Bush hijo, quien ejerció una especie de “hegemonía pírrica”. Es decir, el giro multilateralista de los últimos años ha contribuido a cerrar la brecha entre el poderío estadounidense y su influencia -la ya citada “paradoja central de nuestro tiempo”-.
La socialización del poder vía instituciones internacionales ha sido más efectiva que su monopolización, como se puede notar en la mayor legitimidad de buena parte de las acciones de política exterior estadounidense -si bien Washington ha redefinido sus intereses y se ha abstenido de intervenir de manera protagónica en varias regiones y coyunturas-.
En síntesis, la idea no es afirmar que bajo el mandato de Obama Estados Unidos haya abrazado plenamente el multilateralismo, sino simplemente que durante este lapso ha habido un giro sensible en esa dirección. Es por eso que, en alguna medida, la hegemonía estadounidense es lo que el presidente hace de ella.
Resumen:
Introducción
Hegemonía y poder en la teoría y práctica de la política internacional
Concepción del poder y la hegemonía bajo el gobierno de Obama
Práctica del poder y la hegemonía bajo el gobierno de Obama
Conclusiones