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in Revista Chilena de Literatura
Eduardo Barraza Jara. De la Araucana a Butamalón: el discurso de la conquista y el canon de la literatura chilena
Resumen:
La primera edición del libro De la Araucana a Butamalón: el discurso de la conquista y el canon de la literatura chilena fue publicada en 2004 por la editorial de la Universidad Austral de Chile. Esta segunda edición es una versión corregida que, con una presentación del historiador Jorge Pinto y con una nueva presentación por parte del autor, amplía el campo de reflexión en torno a los discursos literarios que a lo largo de la historia nacional han contribuido a la conformación de la identidad del país.
La primera edición del libro De la Araucana a Butamalón: el discurso de la conquista y el canon de la literatura chilena fue publicada en 2004 por la editorial de la Universidad Austral de Chile. Esta segunda edición es una versión corregida que, con una presentación del historiador Jorge Pinto y con una nueva presentación por parte del autor, amplía el campo de reflexión en torno a los discursos literarios que a lo largo de la historia nacional han contribuido a la conformación de la identidad del país.
En una de las notas a esta segunda edición Eduardo Barraza sostiene que “la clausura de La Araucana (1569) no es tal sino una virtual apertura, la expectativa de un canto por escribir”; una reescritura que de manera renovadora se emprende en la novela Butamalón (1994) de Eduardo Labarca. En esta referencia el autor establece dos puntos cronológicos que abarcan más de cuatrocientos años de historia que el autor revisita en su estudio, pero desde el campo literario. Con ello abre, de manera acertada, una veta de reflexión respecto del “debate sobre los sustratos y orígenes histórico-culturales de la nación chilena” (24). En esa línea, el autor es riguroso al indicar que la actualidad de Butamalón radica, “más allá de la tradición historiográfica y del canon literario”, en que esta novela “indaga en nuestros orígenes y, a la vez, reanuda una escritura inconclusa y recupera la expectativa de un encuentro más bicultural que pluricultural o multicultural” (21).
Supone un acierto que se integre la noción de biculturalidad en esta edición, ya que actualiza, bajo nuevas reflexiones que han surgido desde la publicación de la primera edición, la relación problemática generada a partir de la fricción entre la cultura de un pueblo originario y la cultura diferente y hegemónica; en otras palabras, una “disputada interacción cultural”. El autor sostiene que, en diferente medida, tanto La Araucana de Alonso de Ercilla como Butamalón de Eduardo Labarca “ponen de relieve que la cultura de origen no es para una persona su destino inexorable sino su situación histórica original, identitaria […] la herencia desde y con la que empiezan a ser” (24); un punto de reflexión que cada cierto tiempo, y conforme a determinados acontecimientos, cobra completa relevancia y que se hace necesario atender desde todas las perspectivas posibles, en este caso la literaria. He de advertir, eso sí, que desde que se publicó la primera edición de este estudio tanto el discurso de la conquista como el canon de la literatura chilena han sido objeto de un proceso de reflexión y reconocimiento constante por la crítica especializada que abarca dimensiones que no se restringen al ámbito literario. De ahí que la vigencia y necesidad de reeditar esta investigación sea completamente atingente, ya que el libro aborda el proceso de mitificación bajo el que se ha configurado la identidad de un país llamado Chile.
A lo largo de seis capítulos De la Araucana a Butamalón propone un recorrido que nos sitúa en el origen identitario y en el discurso bajo el que se forjó Chile. Para emprender dicho camino, en el primer capítulo, “Memorial de los conquistadores”, el autor retorna a las primera manifestaciones textuales –no así literarias– bajo las que se construyó Chile. Por lo tanto, las cartas de Cristóbal Colón son un punto de partida obligado que permite reconocer que para el siglo xvi “en el discurso de la conquista pesan regulaciones emanadas principalmente de la institucionalidad real antes que de aquellas estipuladas por poéticas imperantes en los claustros universitarios” (66). En otras palabras, el discurso se construye a partir de lo que se puede reconocer como “bitácoras de viaje”, “diarios de navegación” o cartas, construcciones textuales que solo pretenden “ser una transcripción fiel y verdadera de los hechos propios o ajenos” (64). Una de las situaciones relevantes de las que da cuenta Barraza, en este primer capítulo, es que para el siglo xvi las letras en América funcionaron “como un conjunto de producciones verbales escritas y publicadas a la par con los procesos de dominación del continente, por lo que aparece ligada estrechamente a una condición historiográfica” (69), ya sea que se tratase de La Araucana (1569) de Alonso de Ercilla o de la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1558) de Jerónimo de Vivar. Textos que, sin embargo, responden desde ya a la “institucionalización del discurso y de la aceptación de unas formas textuales y no de otras” (71).
Dicho lo anterior, los discursos de la historia y la literatura, en consecuencia, carecerían de fronteras, esto provoca –según advierte el autor– una evidente “transdiscrusividad o intercomunicación de los géneros de la historia y de la literatura” (75) que demuestra que no solo se produce un mestizaje de sangre, “sino que también una transformación, expansión y fusión de discursos”. A partir de estos presupuestos, en el primer capítulo, Barraza identifica un corpus textual que participa de un proceso de escritura y reescritura a partir del discurso narrativo de la conquista. Desde una rigurosa revisión de los textos coloniales, logra dar cuenta de la evolución paulatina de las formaciones discursivas que permite ampliar “las tipologías del discurso de la conquista entre los siglos xvi y xvii”. Visto desde la contemporaneidad, esta expansión otorga la posibilidad de observar el modo en que –sostiene Barraza– “en la literatura colonial se lleva a cabo una escritura de reinvención de Chile que surge como contraparte de los discursos épicos e historiográficos mitificadores de la conquista” (87). Dicho camino desmitificador, advierte el autor, no se consolidará, sin embargo, hasta mediados del siglo xx, pues en el género de la novela histórica del siglo xix “la escritura que predomina es la de un discurso liberal sobre la conquista de Chile, caracterizado por presentar una unidad, armonía y homogeneidad del proceso de formación de identidad de una sociedad y de su memoria colectiva” (88).
De ese modo, Barraza se sitúa en la literatura del siglo xx para advertir que la novela, la poesía y el teatro “reeditan las imágenes mitificadas por la ‘historia’ y el ‘canto’ para ir más allá de esa escritura inaugural del siglo xvi” (89). Tales serían los casos del poeta Enrique Volpe, los novelistas Antonio Gil, Carlos Droguett, Jorge Guzmán, Eduardo Labarca y el teatro de Isidora Aguirre y Jorge Díaz. Son autores que configuran imágenes de resistencia, rebeldía y transgresiones que se produjeron en el curso de la Guerra de Arauco y que imitan “el gesto de similar rebelión que profiere Ercilla para su época y para el canon, cuando concluye por trocar el ‘canto’ en su reverso, el ‘dis-canto’ (el llanto)” (92).
El capítulo dos, “De copiosas historias y enjutas relaciones”, tiene un enfoque analítico. Como bien señala el autor, los trabajos propios de la empresa destinada a conquistar Chile, en el siglo xvi, “muestran etapas y núcleos temáticos característicos”. Emergen como referentes centrales, entonces, las figuras de Pedro de Valdivia, Inés de Suárez, episodios como la victoria de Lautaro sobre Valdivia o las revueltas mapuches que culminarán con el ‘butamalón’ de Pelantaro. Barraza parte del presupuesto de que la historia de la conquista de Chile es “copiosa”, “pero las relaciones que de ella se hacen resultan ‘enjutas’, relativas, parciales o no enteramente ‘verdaderas’” (146), lo que dejaría un espacio amplio y fértil en el que ingresan otros discursos, ficcionales, a “dar voz a los silencios o vacíos de la historia”. No obstante, Eduardo Barraza es crítico al sostener que estos nuevos discursos literarios, a lo más, “intentan reconstruir una verdad posible o hipotética” y, en ningún caso, se trata de que se adjudiquen la verdad de un saber. Entre las novelas de la conquista que son analizadas en este capítulo, se encuentran principalmente las de Carlos Droguett (100 gotas de sangre y 200 de sudor y Supay el cristiano) y Jorge Guzmán (Ay, mama Inés); ambos escritores proponen una renovación en la técnica de la novela y en el manejo que harán del discurso histórico. Por su parte, la figura de Inés de Suarez encuentra nicho en el teatro. Giuseppe Guerra “hará de ella una heroína romántica” –advierte Barraza–, mientras que Jorge Díaz en El guante de hierro (1995) intenta “desmitificar ciertos hechos de la conquista”.
El capítulo tres, “La pluma que escribe y la pluma que habla”, aborda la relevancia de la memoria oral en tanto medio y saber de los mapuches para transmitir su propia visión de la historia de la conquista, pues como sostiene el autor tanto los cronistas como los poetas de la época de la conquista coinciden en “que las prácticas discursivas expresadas principalmente en la oratoria pública constituían una competencia verbal característica de los mapuche” (195). No obstante, sabemos –y Barraza lo reafirma– que hasta muy avanzado el sigo xx “más que un hablar de los conquistados la memoria de la conquista ha sido objeto, de manera predominante, de una escritura hecha por los conquistadores” (195). En ese contexto, es que en el canon de la literatura chilena se reconozca la necesidad de ampliar su margen y abordar la literatura mapuche como parte importante del discurso de la conquista. Por lo tanto, la construcción que Ercilla hiciera de Lautaro configura un imaginario de resistencia que será reelaborada en la literatura contemporánea y que en el texto de Barraza se analiza a partir de diversas novelas; Lautaro, joven Libertador de Arauco (1943) de Fernando Alegría, Pasión y epopeya de Halcón Ligero (1957) de Benjamín Subercaseaux, Lautaro, epopeya del pueblo mapuche (1982) de Isidora Aguirre, serán las principales obras que analizará el autor para reconocer el tratamiento que recibe este personaje a partir de su mitificación original en La Araucana.
En el capítulo cuatro “La vieja Araucanía que ni mentamos ni vemos” Barraza viene a poner en discusión el modo en que se invisibiliza la heterogeneidad y diversidad identitaria del país a partir del eufemismo “pacificación” que se instaló en el siglo xix, en Chile; la que, no obstante, “no surte el efecto de unidad o de una alianza” pretendida por el naciente Estado liberal. Mariluán (1862) de Alberto Blest Gana y Huincahual (1888) de Alberto del Solar, son las obras que el autor reconoce que han sido excluidas del canon literario, pero que se inscriben en el discurso de la conquista. Son obras que tempranamente abordan el problema de la biculturalidad en un contexto en el que la sociedad otorga poco espacio a “conceder privilegios al mundo mapuche”, sobre todo, con la ocupación territorial en marcha: son obras que demuestran, para entonces, “las liberalidades de la novela”, escribirá Barraza.
“De la escritura de rebeliones” es el quinto capítulo. Conforme al recorrido cronológico del texto, en este apartado el autor se sitúa en la ya consumada conquista y anexión de la Araucanía al territorio nacional. Ello deviene en un proceso de transición y adaptación del pueblo mapuche a las normas del Estado de Chile y también en un camino que va de una cultural oral a una escrita. De este proceso, y cuando surgían tesis sobre el proletariado y la clase media en Chile, Barraza toma como eje de análisis una serie de novelas que abren el debate y la reflexión sobre “la situación de la cuestión mapuche”, que lejos de haber encontrado un punto pacífico “era una preocupación interamericana que no se limitaba a la realidad chilena” (267). El mestizo Alejo y La criollita (1934) de Víctor Domingo Silva, La espada y el canelo (1958) de Alejandro Magnet y El guerrero de la paz (1969) de Fernando Debesa son las obras que analiza y que se internan en las conflictividades interculturales que para la primera mitad del siglo xx estaban en disputa.
Finalmente, el último capítulo en De la Araucana a Butamalón, “De la rebelión de la escritura”, viene a consagrar la memoria y la escritura de la memoria como la potencialidad del discurso y resalta su capacidad para hacer frente al olvido. En esa línea, Eduardo Barraza reconoce que la memoria de Arauco “ha sido aquella que la liga a ‘ilustres hazañas’ que no deben ser olvidadas” y que, desde el siglo xvi, la “dilatada guerra de la conquista de Chile solo retiene en la memoria al pueblo Araucano como el paradigma épico por excelencia” (296) que forjara Alonso de Ercilla en La Araucana. No obstante, como advierte el autor, después de Ercilla “la prolongada y envejecida guerra de Arauco se recluye como en un paréntesis y sobre ella pesa un silencio épico e histórico que inscribe en el olvido a sus protagonistas” (298). Este olvido es el que pretende ser subsanado en Butamalón (1994) de Eduardo Labarca.
En definitiva, Butamalón –según lo reconoce Barraza– actualiza la memoria colectiva de la conquista de Arauco. En esta novela Eduardo Labarca reescribe los episodios del ‘butamalón’ encabezado por los purenes, en 1598. Al quererse como memoria otra, esta ficción integra significativos procedimientos discursivos que trabajan, rearticulan y sobrescriben los mitos de la conquista, una tendencia que desde las últimas dos décadas del siglo xx proliferó en varios países de América, en lo que dio en llamarse nueva novela histórica. Butamalón es para Eduardo Barraza la novela no traicionada, en tanto que esta se encuentra configurada “por una estrategia textual” mucho más compleja de lo que aparenta de manera externa. Se trata de que los elementos de su configuración (título, dedicatoria, epígrafe, invocación, cartas, glosario mapuche entre otros) constituyen espacios estratégicos y discursos complementarios que dan cuenta “de la estructura multidiscursiva de esta novela”; una característica que permitiría reanudar la escritura de Ercilla actualizando la discusión respecto de la biculturalidad en un contexto contemporáneo como se propone, de manera completamente acertada, en esta segunda edición. De ahí la necesidad de que, de manera permanente, se instale la reflexión en torno a la configuración de la identidad nacional y su cristalización a través de los diversos discursos, como bien lo desarrolla y profundiza el autor del estudio en esta segunda edición del texto.
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Author
Cristian Vidal-Barría
Universidad de los Lagos, Chile, Chile